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Memorias de un cinéfilo. Escritos sobre cine (1931-1977), de Henri Langlois (Último ejemplar disponible)

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Memorias de un cinéfilo. Escritos sobre cine (1931-1977), de Henri Langlois

Editorial: El Cuento de Plata (Argentina) | Núm. de páginas: 332 | Stock: Último ejemplar disponible.

En Ciudadano Langlois, el hermoso documental de Edgardo Cozarinsky sobre Henri Langlois, el misterio de una vocación tiene su genealogía en un sueño. El joven nacido en Esmirna tenía una pesadilla recurrente. Una ciudad entera se quemaba; en esa repetida escena onírica, el niño Langlois rescataba todos los tesoros de la ciudad para que al menos algo pudiera sobrevivir a la catástrofe. Lo cierto es que Langlois presentía en sueños lo que sería, desde casi su adolescencia hasta el final de sus días, su misión en el mundo y el sentido de su propia vida: resguardar la historia material del cine e instituir el concepto de conservación.

¿Quién fue Langlois? En principio, el fundador de la Cinemateca francesa. Tenía 22 años cuando decidió, junto al cineasta Georges Franju y algunos otros compañeros, poner en marcha una institución cuyo objetivo principal consistía en reunir la mayor cantidad de copias y negativos originales de las películas filmadas hasta ese año y a su vez proyectar títulos que ya habían dejado de circular y que para la mayoría de los interesados en el cine constituían una experiencia de segunda mano: o se había escuchado hablar de un viejo de filme de Sjöström o Dovzhenko, o se había leído acerca de él.

Los contemporáneos de Langlois no estaban tan convencidos de que el cine fuera un arte. El criterio de relación con las copias circulantes de las películas era comercial. Una película se veía por un tiempo, se le saca rédito económico y luego se la tiraba; en el mejor de los casos se reciclaban sus elementos químicos para el esmalte de uñas. El negativo, por otra parte, podía permanecer bajo la custodia de los productores, pero sin el debido tratamiento para conservar su calidad.

Langlois se dio cuenta del problema en el instante en que la transición del cine silente al sonoro se iba imponiendo. El pasado del cine y sus ostensibles obra maestras desaparecían, aunque para Langlois todo lo que se había filmado era susceptible de ser preservado. La perspectiva sobre cualquier filme puede cambiar con el tiempo, e incluso con el espacio.

Dice en el magnífico libro Memorias de un cinéfilo – Escritos sobre cine (1931-1977), que acaba de ser (muy bien) traducido al español y publicado por la generosa editorial El Cuenco de Plata: “Por ejemplo, en 1937, Nana, de Jean Renoir, no tenía buena reputación. Como había visto fotos de Nana, me parecía imposible que esa película fuera mediocre, pero en 1937 resultaba inadmisible suponer que fuera una buena película. Guiado por las fotos, decidí proyectar Nana, y la proyección hizo que de pronto la película apareciera tal cual es, como una obra de infinita importancia”. Detrás de este comentario reside la lógica caritativa de Langlois: el guardián de la memoria del cine no efectúa una selección entre buenas y malas películas; su deber consiste en garantizar la existencia de todas.

Al respecto, Langlois podía programar películas que no le gustaban y tampoco se guardaba su opinión, pero las ponía a todas a consideración de un público que aprendía a ver el pasado del cine y también su actualidad. En las famosas funciones de la Cinemateca se formaron cineastas, críticos y cinéfilos. Justamente en esa sala mítica nacieron los “hijos de Langlois”, es decir, todos los miembros de la Nouvelle Vague. Sin Langlois no solamente no habría una Historia real del cine, sino también faltaría el giro moderno que tuvo lugar en su gimnasio cinematográfico.

El libro es ideal para conocer a Langlois y su visión integral del cine. Su erudición es extrañísima porque fue erigida en la práctica, sin ningún apoyo de una biblioteca. Los textos que escribió para los programas de la sala y los que publicó en revistas especializadas, como también las anotaciones de sus diarios, constituyen una guía libertaria y amorosa para el lector, que gracias al trabajo de Langlois hoy puede ver prácticamente cualquier filme sobre el cual él escribió en su momento. Quien se tome el trabajo de leer el libro revisando las películas tiene asegurado un máster en cinefilia.

Acerca de las controversias de 1968, cuando el gobierno de De Gaulle y su ministro de Cultura André Malraux intentaron destituir a Langlois de su puesto de director de la Cinemateca por cuestiones administrativas, el libro también dice lo suyo, aunque nunca se convierte aquel escándalo conjurado por toda la comunidad cinematográfica internacional en el corazón del libro. En todo caso, lo que se lee explica la razón por la cual la defensa del eterno director fue unánime. Langlois dejó de dirigir la Cinemateca el año en que murió: 1977.

Como director de la Cinemateca, Langlois amó a todas las películas por igual; su batalla contra la extinción era de naturaleza democrática. Pero cuando hablaba, el cinéfilo tenía preferencias y decía cosas como esta: “Todos los cineastas buscan el cine y lo descubren de forma parcial. Vigo es el cine encarnado en un hombre. Cuando uno ve sus películas, se da cuenta de que es mucho más que un director, que no se conforma con deletrear, que no explora un territorio desconocido. Él nació allí. Por eso hace películas como si respirara”. La descripción de Jean Vigo se podría aplicar al propio Langlois. Aprender de él es aventurarse en la intimidad del cine.

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